Hojear aquel expediente fue como haber visto una película de terror a media noche.
Era el expediente de un caso que había estrujado de susto a la sociedad saltillense.
Un padre mataba a su hija, una niña de cinco años, creo, después que la estrelló contra la pared sin enjarre del cuarto donde vivía hacinada la familia.
El vendedor ambulante había llegado de mal humor ese sábado por la noche, gritando y haciendo aspavientos.
Evidentemente había sido un mal día de trabajo para el hombre ya de por sí energúmeno, troglodita.
En una de esas, su esposa, una madre retrógrada, indolente, salió a la tienda a comprar un refresco para su cansado y enfurruñado marido.
El inter fue literalmente mortal.
Después de que fue capturado por las autoridades el señor, el padre de la niña, declaró que ésta había estado brincando como una cabra desquiciada de una cama a otra en el cuarto.
Él, que había regresado de la calle con los nervios de punta, se desesperó, y al ver que la pequeña no se quedaba quieta a pesar de sus llamadas de atención, la lanzó de una tremenda patada contra pared.
Cuando la madre vino de la tienda encontró a la chiquilla postrada en la cama; sangraba por la cabeza y el cuerpo.
Los padres llegaron con ella a un hospital público, contaron a los médicos que se había caído.
Minutos después un galeno salió para anunciarles la muerte sospechosa de la menor.
“Sospechosa”, “antinatural”, ahí estaba la clave que hizo a los médicos llamar a la Policía y ahí mismo los padres fueron detenidos y llevados a la cárcel.
La investigación reveló el infierno de maltrato en que vivía la niña con sus progenitores.
Un maltrato en forma de moretones y quemaduras de cigarro por todo el cuerpo de la pequeña y desgarres en su ano y vagina.
El padre la había estado violando, quién sabe por cuánto tiempo, a complacencia de la madre, sí complacencia, es la palabra.
Yo vi el expediente, lo tuve en mis manos, chorreaba sangre.
Contemplé las fotos de la necropsia de la pequeña, una auténtica galería del horror.
No he podido, y pienso que no podré, desterrar de mi cabeza esas imágenes funestas.
Y cada vez que me entero del caso de muerte de una niña o niño a manos de sus padres o padrastros, siento vértigo y ganas de vomitar.
Fuente: vanguardia.com.mx