Glyselle, la niña filipina que le preguntó al Papa por qué Dios permite la prostitución de niños

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En su visita a Filipinas, el único país de Asia donde la mayoría de la población es católica, el Papa Francisco participó de un encuentro con jóvenes en la Universidad Santo Tomás de Manila. Allí se presentaron Glyzelle Palomar y Jun Chura de 12 y 14 años respectivamente. Ambos fueron salvados de la calle por la ONG Tulay Kabataan, donde el Papa asistió por sorpresa unos días antes.

Mientras que Jun leyó un testimonio sobre la vida de las niñas y niños filipinos abandonados que deben enfrentar abusos, drogas y prostitución, Glyzelle se encargó de hacer las preguntas al Papa y mientras leía se echó a llorar: “Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, muchos víctimas de muchas cosas terribles como las drogas o las prostitución. ¿Por qué Dios permite estas cosas, aunque no es culpa de los niños? ¿Por qué tan poca gente nos viene a ayudar?”

Ante semejantes palabras, el pontífice debió cambiar el discurso que tenía preparado y, luego de pedir permiso para improvisar en español, respondió: “Ella hoy ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta y no le alcanzaron las palabras y tuvo que decirlas con lágrimas”. “Cuando nos hagan la pregunta de por qué sufren los niños que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas”, agregó.

La respuesta no es Divina

La respuesta a la pregunta de Glyzelle no tiene que ver con Dios, sino con una realidad cuyo origen es absolutamente terrenal: el turismo sexual infantil y la complicidad de los Estados, las fuerzas de seguridad e incluso las iglesias con todo ello.

El turismo sexual infantil es uno de los delitos con mayor expansión en el mundo. De la mano de la industria de los viajes internacionales, cada vez más viajeros de países ricos buscan destinos exóticos y apartados para su esparcimiento, donde consumen los cuerpos de niñas y niños cada vez más pequeños.

En Filipinas es controlado por redes criminales arraigadas en todo el territorio nacional y el país está en la cima de la clasificación mundial por la magnitud del fenómeno. Según datos de UNICEF, se estima que en el país los niños víctimas de la trata con fines de explotación sexual se encuentran entre los 60 y 100 mil, de los cuales un 90% son niñas. A estas víctimas y sus familias, escogidas entre las aldeas pobres de las zonas remotas, frecuentemente se las engaña con promesas de educación y trabajo en una familia acomodada en una gran ciudad. Recientemente, debido al tifón Haiyan que azotó la provincia de Leyte, miles se han quedado huérfanos. Se encuentran solos, deambulando entre escombros y muchas ONG alertan sobre el peligro de que se conviertan en las víctimas principales de los “chacales” que los secuestran para usarlos en la pedofilia o la trata.

Pese a la existencia de leyes que criminalizan tanto la trata como el abuso sexual de menores, pese a que los prostíbulos y burdeles están prohibidos oficialmente, lo cierto es que la corrupción estatal y policial deja al turismo sexual en situación de impunidad y baja prioridad, garantizándole el accionar a las redes y traficantes.

Debido a ciertas políticas internacionales contra el turismo sexual, creció en los últimos años la pornografía infantil, otra forma de brutal explotación llevada a cabo por las redes que afecta, sólo en Filipinas, a más de 100 mil niñas y niños. Ello inspiró a la organización holandesa Terre des hommes (Tierra de hombres) en la creación de Sweetie, una niña virtual no casualmente filipina de 10 años de edad que sirvió para atrapar a 1000 pedófilos en pocos meses.

Sin lugar para las lágrimas

Luego de las palabras de Glyzelle, el Papa instó a casi 30 mil jóvenes reunidos en el campus de la universidad a “no tener miedo de llorar”. “Al mundo de hoy le falta llorar, lloran los marginados, lloran los que son dejados de lado, lloran los despreciados, pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar”.

Es cierto. Niñas como Glyzelle han llorado mucho. La magnitud del fenómeno que afecta a miles como ella en Filipinas permite afirmar la existencia de una normalización sociocultural del abuso sexual infantil, que va más allá de las redes. Por ejemplo, en 2003, la jerarquía católica filipina suspendió a 34 sacerdotes por cometer ofensas y abusos sexuales y pidió perdón a los fieles luego de la investigación que involucró a más de 200 denunciados.

No sólo es arduo luchar contra las redes y la complicidad de todas las instituciones. También es sumamente difícil la recuperación de quienes han sido abusados desde la más temprana edad.

Lydia Cacho en su valioso libro Esclavas del poder, relata la difícil tarea de las organizaciones que trabajan en el sudeste asiático en la rehabilitación de niñas como Glyzelle, muchas de las cuales son abusadas desde los 5 años: “Las pequeñas saben que más vale aprender a seducir, porque una vez que conocen los códigos, los tratantes y los clientes las maltratan menos. Fueron entrenadas para ser prostituidas, ellas lo saben perfectamente”. Las terapeutas se sorprenden porque a los nueve o diez años, las niñas aseguran que nacieron para ello y deben trabajar duro para desactivar ese discurso impuesto a tan temprana edad: “El desarrollo hipersexualizado de la personalidad, la erotización constante, impide que desarrollen barreras de protección y evita que comprendan los límites para acercarse a personas adultas”.

Lydia Cacho se pregunta en un pasaje del capítulo si la normalización sociocultural del abuso infantil podrá ser alguna vez revertida sin adoptar, por un lado, el discurso filosófico progresista de la libertad total frente a los límites de la sexualidad y sin abusar, por otro, de los dogmas religiosos.

Mientras nos lo preguntamos junto con ella, polemizamos con el Papa: no alcanza con aprender a llorar; Glyzelle, Jun y los miles de niños y niñas abusados sexualmente requieren Justicia y políticas públicas, no lágrimas.

María Paula García – @MariaPaula_71

Fuente: Notas

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